El periódico ABC publica en su página Tercera el artículo de opinión de D. Luis Rodriguez Ramos en relación a las últimas sentencias del Tribunal Constitucional sobre el procedimiento judicial de los ERE de Andalucía:
Luis Rodríguez Ramos
Una mujer portando una balanza –el equilibrio– y una espada –el poder– simboliza la Justicia desde la época clásica. El Renacimiento cubrió sus ojos con una venda, evocando la necesidad de imponer sus decisiones con independencia de quienes sean los justiciables. Platón, en su ‘República’, pone en boca de Sócrates cuatro características de la buena administración de justicia: cortesía al escuchar, prudencia al ponderar, sabiduría al responder e imparcialidad al decidir, atributos que el filósofo esgrimía contra el sofista Trasímaco que consideraba la Justicia como «el interés del más poderoso». Siglos más tarde, Hobbes la vinculó a «la voluntad del soberano», cuando ya Aristóteles y Tomás de Aquino la habían sometido a unas leyes racionales, justas y encaminadas al bien común, leyes que hoy emanan de un Parlamento democrático y deben ser aplicadas por jueces independientes e imparciales.
Esta necesaria neutralidad del juzgador ha llevado al Tribunal Europeo de Derechos Humanos a considerar suficiente causa de recusación meras apariencias de posible parcialidad, porque lastran la plena confianza que todo juzgador debe inspirar a la sociedad y, en particular, a los contendientes ante un tribunal de justicia, que no pueden ser inquietados por la más mínima sospecha de prejuicios capaces de inclinar la balanza a favor de la parte contraria, incluso de modo inconsciente.
Desde esta perspectiva hay que analizar las sentencias del Tribunal Constitucional que, en el conocido como caso de los ERE, han absuelto de los delitos de prevaricación y malversación a once de los condenados por la Audiencia Provincial de Sevilla mediante sentencia que fue confirmada, casi en su integridad, por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. Estas once resoluciones han merecido abundantes críticas ante la fundada sospecha de haberse acordado ‘propter amicitiam’, dado el triángulo formado por el Gobierno, los magistrados del Tribunal Constitucional designados por él que son mayoría y los recurrentes vinculados al partido que sustentaba ese Gobierno, reforzando tan legítima sospecha que los discrepantes votos particulares procedieron de los magistrados elegidos, a su vez, por el principal partido de la oposición, aparentando unos y otros ser rehenes de sus mentores hasta el extremo de autosometerse a la ‘disciplina de voto’.
Cuatro de estas once sentencias, todas ellas lastradas por las fundadas sospechas de parcialidad, merecen además una segunda admonición por haber invadido la competencia de la Audiencia Provincial de Sevilla, única autorizada por la Constitución para valorar la prueba de cargo y estimarla suficiente o insuficiente para condenar a los presuntos delincuentes. No se trata ya, en contra de lo que se ha dicho, de que el Tribunal Constitucional se haya travestido en un tribunal de casación usurpando las funciones del Tribunal Supremo sino que, más grave aún, ha mutado en tribunal juzgador rompiendo el monopolio constitucional de los jueces para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.
Pero a pesar de tan meritorio acierto, el Tribunal Constitucional como institución merece también reproche por haber tardado casi medio siglo en dar tan necesario paso, suponiendo además estas sentencias un patente agravio comparativo respecto a anteriores demandas de amparo que, con análoga pretensión y con iguales o mejores motivos, ni siquiera fueron admitidos a trámite «por carecer de relevancia constitucional», maldita fórmula que hace incurrir al mismo Tribunal en la arbitrariedad que debería proscribir por imperativo constitucional, al denegar el amparo sin explicación alguna.
¿Existe una vacuna para desterrar en el futuro la parcialidad real o aparente del Tribunal Constitucional? Sí la hay cuando –como dijo Alonso Martínez– «el legislador se eche en brazos de la lógica» y, sometiendo a catarsis su viciosa concupiscencia de poder, los dos partidos políticos mayoritarios promovieran la modificación del artículo 18 de la ley orgánica reguladora de este Tribunal, sumándole un segundo párrafo que excluyera, como posible candidato a magistrado, a quienes hubieran formado parte del Gobierno o hubiesen sido libremente designados por él, directa o indirectamente. Se iniciaba así la erradicación de la actual desconfianza de los ciudadanos en las instituciones y en los partidos políticos que las parasitan, caminando hacia un feliz adiós al actual eclipse de los valores constitucionales.
Y un epílogo: exhortar a estos mismos partidos a que reintroduzcan en el Código Penal la malversación por culpa ‘in vigilando’ –por imprudencia– (caso Matesa, 1967) que, figurando en todos los códigos históricos en acertada política criminal, no se incluyeron conscientemente ‘¿ad cautelam?’ en el vigente Código de 1995 ni en las posteriores reforma de 2015 y contrarreforma de 2022, mermando así la protección de los fondos públicos y otorgando indebida impunidad a sus guardianes. Y ya que se cita la contrarreforma de 2022, hay que recordar que también tuvo una motivación viciada por un interesado amiguismo, como preparación de la entonces ya programada amnistía de los independentistas, contrarreforma que además ha convertido la vigente regulación de estos delitos en un laberinto para el intérprete, como se ha podido comprobar en la frustrada aplicación de la amnistía a Puigdemont, que en cambio sí está siendo eficaz al perdonar graves delitos calificados de terrorismo en el Código Penal.